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"JERUSALÉN, JERUSALÉN, QUE MATAS A LOS PROFETAS..." (Mateo, 37)

A partir de estos días comenzaré a editar alguno de los artículos de D. Luis Caballero Pozo. La mayoría de ellos se publicaron en la Revista "Lugia" de Valdepeñas, entre los años 1986 y 1999. Comienzo hoy con esta reflexión personal, un ensayo magistral sobre la religiosidad. Espero que os guste.
San Mateo el publicano, es único como cronista de la vida de Jesús. El publicano no necesita para irse con Jesús ni milagros, ni portentos, ni palabras. "Ven conmigo" le dice Jesús en Cafarnaum a las orillas del lago de Tiberiades, y Mateo abandona su puesto de cobrador de impuestos para siempre y lo sigue hasta la muerte, sin abandonarlo nunca. Con Jesús va a Jerusalén y allí presencia la culminación trágica de la historia del mundo, el crimen contra Jesús.

Jesús habla y Mateo escribe, Jesús hace portentos y milagros y Mateo los consigna cuidadosamente. Mateo teologiza poco por su cuenta, él se ciñe principalmente a consignar lo que oye de la boca de su Maestro y lo que sucede en torno al mismo. Y cuando Jesús dispone la salida para Jerusalén, Mateo lo sigue ciegamente, y Mateo sabe, quizás mejor que los otros discípulos, que Jesús va a la muerte y que estar al lado del Maestro es, estar al borde del más grave de los peligros. Por esto Mateo no lo abandona ni un momento. Oye el discípulo como Jesús predica a las gentes que le comprenden y consigna la terrible frase de Jesús cuando dice: "Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas..."

Jerusalén en tiempos del Rey David era una aldea en poder de una tribu pequeña, la de los Jebuseos. David conquista la ciudad sin contemplaciones y desde aquellos días la vieja e insignificante "Jebús" se convierte en la ciudad más importante de la tierra. Fue y sigue siendo a pesar de Roma, la capital de la Cristiandad. Roma es una delegación de la vieja "Jebús", y Jerusalén es la capital religiosa de las tres más grandes religiones monoteístas de la tierra. Los que tiene más derecho sobre ella son los judíos que fueron sus primeros moradores. Detrás van los Cristianos. Jesús y sus discípulos son todos judíos, pero desde Jesús se abandona el rito de la circuncisión, ya que son llamados cristianos sus seguidores. Estos cristianos invaden moralmente toda Europa, gran parte de Asia, el norte de África y toda América. El profeta del Gólgota ha vencido a todos los credos y religiones de la tierra.
Sobre la colina que señorea la ciudad, se encuentra la Mezquita de Omar. La guerra eterna con enemigo implacable.

Todas las filosofías, todas las religiones, todos los credos significan muy poco al lado de la luz de los Evangelios. Las otras sectas políticas, sociales o religiosas son como dice Mateo, la luz metida debajo del almud. El cristianismo es la luz que ilumina la tierra. Guste o no guste, pero es así. Carlos Marx y demás filósofos al lado de los Evangelios, son la luz bajo el almud. La soberbia de muchos de estos filósofos se niega a admitir que su filosofía no vale toda ella, lo que la parábola de Jesús relatada por la pluma realista y sincera de Mateo.
Y este hombre, Mateo, acompaña a su Maestro hasta la muerte que es Jerusalén. Los discípulos no quieren que Jesús se exponga en Jerusalén, saben que Jesús quiere ir allí, al combate final y los discípulos tiemblan ante el peligro. Mateo no protesta, sigue a su Maestro y lo acompaña hasta el pie de la Cruz. Entonces el publicano se daría cuenta del terrible vaticinio de la voz del Maestro cuando dice a los jerosilimitanos:
¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas!

La vida de Jerusalén desde la conquista de David es una lucha perpetua. La ciudad sufre cien invasiones, cien desastres. Es pequeña y está enfrentada sola a una jauría de perros con colmillos afilados, que cuando se lanzan sobre ella la destrozan terriblemente.
Enemigos por todas partes y en todos tiempos. Hoy siguen los enemigos acosándola como ayer, hoy y mañana seguirán haciendo.

Sus moradores, de las tres religiones, cristiana, judaica y musulmana, la llaman “Ciudad Santa”, o sea “El Kuds”.

Las tres religiones han derramado sobre sus rocas áridas, su sangre cien veces.

David la dotó de murallas y Salomón edificó junto a ellas, en el ángulo norte el Templo, ese Templo que pisaron los tres pies de Jesús, y junto al mismo edificó su palacio.

Una y otra vez y muchas veces, Jerusalén es sitiada, asaltada, destrozada, humillada y escarnecida. Todos la aman y todos la ansían por poseerla únicamente, pero todos acaban destrozándola sin piedad. Pero Jerusalén sigue viviendo, no puede morir. Mahoma, su peor enemigo no pudo con ella, los cristianos se apoderan de ella, pero al cabo de unos años la abandonan a su suerte, y los judíos se aferran a sus muros, a sus casas y sus puertas y no se van nunca, nunca. Ni Marx ni Hitler pueden con Jerusalén. A veces se asocian unos y otros para acabar con la vieja escombrera del “kuds”, pero nada pueden contra esos muros derruidos, contra esas casas que a veces, lo leo en algunos escritores, son moradas oscuras y terrosas como cuevas de topos, en las que viven y vivirán los judíos.

Los cristianos la adoran y cantan como el “Tasso”; los judíos van en bandadas al muro de las lamentaciones, pero Jerusalén no se conmueve, no hace caso a nadie, es la ciudad de los profetas asesinados por el fanatismo.

¿Cuántas personas habrán muerto en Jerusalén y por Jerusalén desde los tiempos de David? Millones. Jerusalén es como una terrible fiebre que ataca a la humanidad a veces con ansia de exterminio. Dentro de los mismo templos cristianos, los creyentes en el profeta del Gólgota se han asesinado terriblemente, a veces por una futesa teológica, o por una columna del templo, o por un rinconcito donde edificaron un altar. El Templo de Jerusalén está hecho de sangre y lágrimas. La humanidad paga allí, en el lugar donde fue crucificado, el terrible crimen de haber sacrificado al “profeta”, al Dios del hombre.

Y lo terrible de todo es que Jesús sabe que va a morir en Jerusalén y acelera su llegada. Es como si deseara que se cumplan en él los fines de los tiempos, porque Jesús es el fin del tiempo antiguo. Todos los otros profetas de la tierra comparados con él son fantasmagorías de palabras. Él sólo fue la verdad de los tiempos. Por eso su doctrina, a pesar de los hombres, no muere, no puede morir nunca, a pesar de que es y fue atacada siempre por enemigos implacables. La tragedia de Jesús es la gran tragedia de la humanidad. Jesús llorando y sudando sangre en el huerto de Getsemaní es el símbolo perfecto de la humanidad que sufre, que teme a la muerte y pide la muerte. La humanidad que rechaza el cáliz de la amargura y bebe de este cáliz hasta la última gota.

Y en un pueblo andaluz, surgido entre montañas abruptas y fieras, se representaba esta tragedia inmensa por hombres sencillos y duros como Simón de Cirene.

Yo siempre he creído que los valdepeñeros desconocían en su mayor parte, lo que significaba aquel teatro lleno de disfraces anacrónicos y de terribles pregones. A un hombre sin cura moral, sin defensa y perdición, le llaman en Valdepeñas “el pregonado”, quizás recordando los desfiles procesionales por las calles, de los “pasos” o cuadros representados en la plaza y en la vía pública, como Pasión del Señor. Allí se representaba esta tragedia que mató a Jesús en Jerusalén.

Jesús vivía bien y era feliz junto al mar de Galilea, por eso las gentes que desconocían su nombre le llamaban “galileo”, pues Galilea fue su patria y Cafarnaum y se va al otro lado del Jordán. Pero Él, donde es feliz es en Cafarnaum a las orillas poéticas del mar de Tiberiades, allí pesca a sus compañeros, a sus sencillos hombres de “pelea”, algunos de ellos son analfabetos. Allí vive Mateo y Él dice simplemente –“Sígueme”- y el alcabalero le sigue hasta la muerte.

Todo eso se representaba en Valdepeñas de Jaén con personajes apropiados, vestidos de encajes, estofas y bambalinas, con mitras de altos misterios, con viseras con un nombre grabado en su carátula, con sandalias y caligas, con estomas y mantos, con armaduras, algunas del siglo XVI. Allí estaba el huerto de Getsemaní con sus bojes, sus naranjos y sus limoneros. Allí existía una trompeta, una tuba monumental y un tambor terrible que se oía en todo el pueblo. Allí los penitentes de la Vera Cruz iban con su hábito morado y su negro sombrero cordobés. Pero todo se lo llevó un río turbio, río que ni siquiera sabe por qué es río, no porque es turbia su corriente, y los que más necesitaban aclarar las aguas parece que se dedicaron a enturbiarlas.

A veces se oye en las claras noches de San Juan como un rumor que viene de lejos, de la profundidad de los tiempos. Es como un retemblor telúrico que viene de las cumbres de la Pandera y camina hacia abajo, siguiendo el curso poético del Susana. Y en la noche surge de la fronda el canto del ruiseñor. Los que no han oído un coro de ruiseñores en las huertas del Chorrillo, con el murmullo de las corrientes cristalinas del Susana, no saben lo que es música. Tiembla la noche cuando por la cuerda de las ventanas asoma la piara brillante y temblorosa de las cabrillas, (las pléyades), que se asoman al valle en cuelo altísimo y fugaz como el de las palomas salvajes fugitivas.

Tenía que ser aquí, en este valle serrano, en este pueblo idílico, donde se rememoraba la terrible tragedia de la Pasión del Señor, tenía que ser aquí, porque está trágica sencillez de los terribles pregones y estos fantasmas bíblicos ya no caben en otro lugar.

Valdepeñas, situada entre la soberbia Jaén (Castilla) y la poética y desgarrada Granada, (el Islam), era un verdadero vergel que tenía su “leyenda dorada”, los pasos de la Pasión del Señor. Pero ya no hay los tremendos trallazos del azote manejado por Bolena que era el verdugo en esos actos; tampoco suena el chorro soñador del pilar del Borrego bordando el silencio de la noche, ni s oye en la misa del Jueves Santo la terrible voz del capitán de los romanos (Coracero). Un viento que no es de abajo, pues de abajo no recibió nunca ningún mal Valdepeñas sino riego fecundo de los cielos. Un viento turbio lo arrasó todo, y ahora sería una ingente obra de titanes, una locura, pero una locura que sólo podrían llevar a efecto unos cuantos valdepeñeros que sientan el inmenso amor a su tierra, ese tremendo amor que a mis ochenta y cinco años sigue latente y como un acicate en mí para seguir soñando en mi VALLECLARO, en esa tierra hermosa que me vio nacer, ese Valdepeñas tan incomprendido que me obliga decir a los de mi infancia y a los hombres que honran con su amistad: ¡Conservad lo que podáis del alma de vuestro pueblo! Y si algún imbécil se burla, despreciadlo olímpicamente porque ese no sabe oír un concierto de ruiseñores ni sabe pelear por la dignidad de su pueblo natal.

De abajo vino la vieja historia de Tucci y la egregia figura del Señor de Chircales. ¡Adelante, amigos y yo con vosotros, por Valdepeñas! Y sobre todo tú, Juan Martínez Rojas, pelea como siempre has luchado por ese nuestro pueblo que es la joya más hermosa que nadie ha poseído.

LUIS CABALLERO POZO

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